martes, 24 de noviembre de 2015

El Misterio de la Redención (cont.)

Dimensión divina del misterio de la Redención

Al reflexionar nuevamente sobre este texto maravilloso del Magisterio conciliar, no olvidamos ni por un momento que Jesucristo, Hijo de Dios vivo, se ha convertido en nuestra reconciliación ante el Padre.48 Precisamente Él, solamente Él ha dado satisfacción al amor eterno del Padre, a la paternidad que desde el principio se manifestó en la creación del mundo, en la donación al hombre de toda la riqueza de la creación, en hacerlo «poco menor que Dios»,49 en cuanto creado «a imagen y semejanza de Dios»;50 e igualmente ha dado satisfacción a la paternidad de Dios y al amor, en cierto modo rechazado por el hombre con la ruptura de la primera Alianza51 y de las posteriores que Dios «ha ofrecido en diversas ocasiones a los hombres».52 La redención del mundo —ese misterio tremendo del amor, en el que la creación es renovada53— es en su raíz más profunda «la plenitud de la justicia en un Corazón humano: en el Corazón del Hijo Primogénito, para que pueda hacerse justicia de los corazones de muchos hombres, los cuales, precisamente en el Hijo Primogénito, han sido predestinados desde la eternidad a ser hijos de Dios54 y llamados a la gracia, llamados al amor. La Cruz sobre el Calvario, por medio de la cual Jesucristo —Hombre, Hijo de María Virgen, hijo putativo de José de Nazaret— «deja» este mundo, es al mismo tiempo una nueva manifestación de la eterna paternidad de Dios, el cual se acerca de nuevo en Él a la humanidad, a todo hombre, dándole el tres veces santo «Espíritu de verdad».55
Con esta revelación del Padre y con la efusión del Espíritu Santo, que marcan un sello imborrable en el misterio de la Redención, se explica el sentido de la cruz y de la muerte de Cristo. El Dios de la creación se revela como Dios de la redención, como Dios que es fiel a sí mismo,56 fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación. El suyo es amor que no retrocede ante nada de lo que en él mismo exige la justicia. Y por esto al Hijo «a quien no conoció el pecado le hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justicia de Dios».57 Si «trató como pecado» a Aquel que estaba absolutamente sin pecado alguno, lo hizo para revelar el amor que es siempre más grande que todo lo creado, el amor que es Él mismo, porque «Dios es amor».58 Y sobre todo el amor es más grande que el pecado, que la debilidad, que la «vanidad de la creación»,59 más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar, siempre dispuesto a ir al encuentro con el hijo pródigo,60 siempre a la búsqueda de la «manifestación de los hijos de Dios»,61 que están llamados a la gloria.62 Esta revelación del amor es definida también misericordia,63 y tal revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo.

El Misterio de la Redención (cont.)

Redención: creación renovada

¡Redentor del mundo! En Él se ha revelado de un modo nuevo y más admirable la verdad fundamental sobre la creación que testimonia el Libro del Génesis cuando repite varias veces: «Y vio Dios ser bueno».38 El bien tiene su fuente en la Sabiduría y en el Amor. En Jesucristo, el mundo visible, creado por Dios para el hombre39 —el mundo que, entrando el pecado está sujeto a la vanidad— 40 adquiere nuevamente el vínculo original con la misma fuente divina de la Sabiduría y del Amor. En efecto, «amó Dios tanto al mundo, que le dio su unigénito Hijo».41 Así como en el hombre-Adán este vínculo quedó roto, así en el Hombre-Cristo ha quedado unido de nuevo.42 ¿ Es posible que no nos convenzan, a nosotros hombres del siglo XX, las palabras del Apóstol de las gentes, pronunciadas con arrebatadora elocuencia, acerca de «la creación entera que hasta ahora gime y siente dolores de parto»43 y «está esperando la manifestación de los hijos de Dios»,44 acerca de la creación que está sujeta a la vanidad? El inmenso progreso, jamás conocido, que se ha verificado particularmente durante este nuestro siglo, en el campo de dominación del mundo por parte del hombre, ¿no revela quizá el mismo, y por lo demás en un grado jamás antes alcanzado, esa multiforme sumisión «a la vanidad»? Baste recordar aquí algunos fenómenos como la amenaza de contaminación del ambiente natural en los lugares de rápida industrialización, o también los conflictos armados que explotan y se repiten continuamente, o las perspectivas de autodestrucción a través del uso de las armas atómicas: al hidrógeno, al neutrón y similares, la falta de respeto a la vida de los no-nacidos. El mundo de la nueva época, el mundo de los vuelos cósmicos, el mundo de las conquistas científicas y técnicas, jamás logradas anteriormente, ¿no es al mismo tiempo que «gime y sufre»45 y «está esperando la manifestación de los hijos de Dios»?46
El Concilio Vaticano II, en su análisis penetrante «del mundo contemporáneo», llegaba al punto más importante del mundo visible: el hombre bajando —como Cristo— a lo profundo de las conciencias humanas, tocando el misterio interior del hombre, que en el lenguaje bíblico, y no bíblico también, se expresa con la palabra «corazón». Cristo, Redentor del mundo, es Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha entrado en su «corazón». Justamente pues enseña el Concilio Vaticano II: «En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rom 5, 14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación». Y más adelante: «Él, que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado».47 ¡Él, el Redentor del hombre!

REDEMPTOR HOMINIS, 1979

viernes, 20 de noviembre de 2015

El Misterio de la Redención

En el Misterio de Cristo

Si las vías por las que el Concilio de nuestro siglo ha encaminado a la Iglesia —vías indicadas en su primera Encíclica por el llorado Papa Pablo VI— permanecen por largo tiempo las vías que todos nosotros debemos seguir, a la vez, en esta nueva etapa podemos justamente preguntarnos: ¿Cómo? ¿De qué modo hay que proseguir? ¿Qué hay que hacer a fin de que este nuevo adviento de la Iglesia, próximo ya al final del segundo milenio, nos acerque a Aquel que la Sagrada Escritura llama: «Padre sempiterno», Pater futuri saeculi?21 Esta es la pregunta fundamental que el nuevo Pontífice debe plantearse, cuando, en espíritu de obediencia de fe, acepta la llamada según el mandato de Cristo dirigido más de una vez a Pedro: «Apacienta mis corderos»,22que quiere decir: Sé pastor de mi rebaño; y después: «... una vez convertido, confirma a tus hermanos». 23
Es precisamente aquí, carísimos Hermanos, Hijos e Hijas, donde se impone una respuesta fundamental y esencial, es decir, la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna».24
A través de la conciencia de la Iglesia, tan desarrollada por el Concilio, a todos los niveles de esta conciencia y a través también de todos los campos de la actividad en que la Iglesia se expresa, se encuentra y se confirma, debemos tender constantemente a Aquel «que es la cabeza»,25 a Aquel «de quien todo procede y para quien somos nosotros»,26 a Aquel que es al mismo tiempo «el camino, la verdad»27 y «la resurrección y la vida»,28 a Aquel que viéndolo nos muestra al Padre,29 a Aquel que debía irse de nosotros30 —se refiere a la muerte en Cruz y después a la Ascensión al cielo— para que el Abogado viniese a nosotros y siga viniendo constantemente como Espíritu de verdad.31 En Él están escondidos «todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia»,32y la Iglesia es su Cuerpo.33 La Iglesia es en Cristo como un «sacramento, o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano»34 y de esto es Él la fuente. ¡Él mismo! ¡Él, el Redentor!
La Iglesia no cesa de escuchar sus palabras, las vuelve a leer continuamente, reconstruye con la máxima devoción todo detalle particular de su vida. Estas palabras son escuchadas también por los no cristianos. La vida de Cristo habla al mismo tiempo a tantos hombres que no están aún en condiciones de repetir con Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».35 Él, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como Hombre: es su misma vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor que abarca a todos. Habla además su muerte en Cruz, esto es, la insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono. La Iglesia no cesa jamás de revivir su muerte en Cruz y su Resurrección, que constituyen el contenido de la vida cotidiana de la Iglesia. En efecto, por mandato del mismo Cristo, su Maestro, la Iglesia celebra incesantemente la Eucaristía, encontrando en ella la «fuente de la vida y de la santidad»,36 el signo eficaz de la gracia y de la reconciliación con Dios, la prenda de la vida eterna. La Iglesia vive su misterio, lo alcanza sin cansarse nunca y busca continuamente los caminos para acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particular, como si repitiese siempre a ejemplo del Apóstol: «que nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado».37 La Iglesia permanece en la esfera del misterio de la Redención que ha llegado a ser precisamente el principio fundamental de su vida y de su misión.

REDEMPTOR HOMINIS, 1979