miércoles, 5 de abril de 2017

30º Aniversario de San Juan Pablo II en Antofagasta

CEREMONIA DE DESPEDIDA: SALUDO DEL PAPA JUAN PABLO II AL PUEBLO CHILENO
Excelentísimo Señor Presidente, señores miembros de la Junta de Gobierno, amados hermanos en el Episcopado, autoridades civiles y militares, queridísimos chilenos todos

Con esta etapa de Antofagasta llega al final mi viaje apostólico a vuestra noble nación. Me cuesta tener que separarme de vosotros. El corazón me pediría prolongar esta estadía en este bendito país, pero he de continuar mi misión pastoral en la nación hermana, Argentina. 
Me llevo un profundo sentimiento de admiración por vuestro país; en particular por la fe y la cultura cristiana que lo distingue. Durante estas jornadas que he compartido con vosotros, he podido apreciar el amor de los chilenos a su patria, a su herencia cultural y a los valores cívicos de solidaridad y apego a la propia tierra. Puedan estas virtudes que os caracterizan, contribuir a la superación de las dificultades con vistas a una convivencia más fraterna animada por el espíritu cristiano. 
En cada uno de los lugares visitados he encontrado, con gozo, el dinamismo y la vitalidad de la fe cristiana, unidos a patentes muestras de amor y adhesión a la Santa Iglesia de Dios y al Sucesor de Pedro. Quedan grabados con emoción en mi memoria tantos momentos de este viaje, que son testimonio de religiosidad, de vuestra piedad mariana, de vuestras esperanzas en el futuro, de los sinceros deseos de hacer todo lo posible por alcanzar la reconciliación fraterna. Estad seguros de que el Papa conservará en su corazón lo aprendido entre vosotros, para dar gracias al Padre de las misericordias por los dones que os ha otorgado, y pedirle que los acreciente cada día más.
De entre tantos momentos memorables, permitidme que mencione el encuentro con los Obispos, y también con los sacerdotes, seminaristas, religiosos y religiosas; la coronación de la imagen de la Santísima Virgen del Carmen, en el santuario nacional de Maipú; la beatificación de sor Teresa de los Andes, a la que me encomiendo y os encomiendo; los encuentros con campesinos, pobladores, trabajadores, hombres de la cultura, y con los queridos hermanos y hermanas mapuches; las reuniones con los jóvenes, las familias y los enfermos. En verdad, cada uno de estos encuentros, en las ciudades visitadas, me ha hecho palpar la grandeza, humana y cristiana, de vuestro pueblo. Podéis estar seguros de que todos los días seguiré elevando mi ferviente plegaria a Dios por vosotros; a cambio, os pido que, también vosotros, como miembros vivos de la Iglesia, recéis por el Papa. 
En este momento de la despedida, mi oración se dirige a Dios rico en misericordia para que corrobore en cada uno de vosotros, el firme deseo de afrontar los problemas que os aquejan con ánimo sereno y positivo, con voluntad de encontrar soluciones por el camino del diálogo, de la concordia, de la solidaridad, de la justicia, de la reconciliación y el perdón. Os aliento a continuar por ese camino, aprovechando los valores propios del alma chilena, para que sepáis iluminar desde la fe vuestro futuro y construir sobre el amor cristiano las bases de vuestra actual y futura convivencia. Quiera Dios que estas inolvidables jornadas de intensa comunión en la fe y en la caridad, infundan en todos los chilenos un renovado compromiso de vida cristiana, de fidelidad a Cristo, de voluntad de servicio y ayuda a los hermanos, particularmente a los más necesitados. 
Antes de dejar vuestro país, deseo reiterar mi agradecimiento al Señor Presidente de la República, y a todas las autoridades de la nación, por la colaboración prestada en la preparación y desarrollo de esta visita pastoral. Especial aprecio debo manifestar a todos mis hermanos en el Episcopado: al cardenal de Santiago, Silva; al cardenal Fresno, actual arzobispo; a todos vosotros, obispos; al Presidente de la Conferencia Episcopal, Mons. Piñera; al organizador de este viaje, Mons. Cox; después a los sacerdotes, religiosos, religiosas, diáconos, catequistas y a tantas personas –pienso en este momento también en los medios de comunicación social– que han prestado también, con entusiasmo y competencia, un servicio precioso –y muchas veces anónimo–, antes y durante mi viaje. 
El Papa espera mucho de los chilenos para bien de la Iglesia en vuestro país y en el mundo entero. Quisiera que vuestro recuerdo de mi peregrinación apostólica, sea un llamado a la esperanza, una invitación a mirar hacia lo alto, un estímulo para la paz y la convivencia fraterna. 
Durante estos días, nos hemos sentido más unidos, más hermanos. Y es que el amor de Cristo se ha hecho presente con fuerza en nuestros encuentros, en nuestra oración, en nuestras iglesias y calles, en nuestros hogares. 
Ahora, en el momento de la despedida, quiero repetiros que os llevo en el alma, os pertenecen mis plegarias. Son mías vuestras esperanzas y ansias; son míos vuestros anhelos y gozos. 
Contáis con la gracia de Dios y con la maternal protección de la Virgen del Carmen, Madre y Reina de Chile. 
Confiad siempre en Dios: “¡El amor es más fuerte!” Y con amor os dejo también mi Bendición Apostólica.

30º Aniversario de San Juan Pablo II en Antofagasta


VISITA DEL PAPA JUAN PABLO II 
A LOS PRESOS DE LA CÁRCEL DE ANTOFAGASTA


Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Mi visita a esta institución de readaptación social quiere ser muestra del afecto y solicitud del Sucesor de Pedro por todos vosotros, los aquí presentes, y por todas Mas personas privadas de libertad. 
A todos saludo en el nombre del Señor Jesús y mis primeras palabras son para agradeceros vuestra calurosa acogida. También aquí se hace realidad la bella expresión que confirma la conocida hospitalidad de vuestra gentes: “ cómo quieren en Chile al amigo, cuando es forastero ”. 
En esta mañana quiero haceros partícipes de algunas reflexiones sobre la Palabra de Dios, con el único deseo de que puedan iluminar vuestros anhelos y esperanzas, y aliviar vuestras tristezas y desilusiones. Sé que os encontráis en una situación difícil y dolorosa. El Papa, que a diario os acompaña con su pensamiento y con su oración, invoca para vosotros la ayuda de Dios. Que su gracia y su favor os sostengan aun en medio de las limitaciones que conlleva vuestra vida cotidiana. 
2. Nos dice Jesús en el Evangelio: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 26-28). Esta es la llamada constante que hace el Señor a todos los hombres, y en particular a quienes El quiere descubrir el sentido salvífico del dolor. 
El encuentro con vosotros, queridos hermanos, me conmueve profundamente. Me imagino cuántas cosas agitan vuestro corazón, y cuántos incumplidos deseos lo llenan de dolor y nostalgia. Como hermano mayor en Cristo, mi anhelo sería el poder compartir con cada uno de vosotros una conversación íntima y reposada en la que pudiéramos tener un diálogo de esperanza y de amor repasando vivencias personales, frustraciones del pasado, los planes que alientan vuestro futuro y particularmente la situación actual de vuestras familias. Tengo la certeza de que, junto con la riqueza de vuestros sentimientos, quedaría al descubierto la gran humanidad que se esconde en cada uno de vosotros. Sé que me manifestaríais lo que cada uno lleva dentro de sí. Desgraciadamente, las circunstancias no nos permiten el poder compartir a solas unos minutos, pero es mi deseo que mis palabras las recibáis como si fueran pronunciadas para cada uno de vosotros en particular. 
Cristo es el único que puede dar sentido a nuestras vidas. En El se encuentra la paz, la serenidad, la liberación completa, porque El nos libera de la esclavitud radical, origen de todas las demás, que es el pecado, e inspira en los corazones el ansia de la auténtica libertad, que es el fruto de la gracia de Dios que sana y renueva lo más íntimo de la persona humana. 
La libertad que Cristo nos ofrece, comienza por el interior del hombre, se afirma ante todo en el orden moral; allí donde tienen su raíz el egoísmo, el odio, la violencia y el desorden. Cristo ha venido a redimir al hombre del pecado que lo priva de su libertad: “Todo el que comete pecado es un esclavo del pecado” (Jn 8, 34), dice Jesús en el Evangelio. Y es de esta esclavitud de la que El quiere liberarnos a todos los hombres. 
No hay quien no necesite de esta liberación de Cristo, porque no hay quien, en forma más o menos grave, no haya sido y sea aún, en cierta medida, prisionero de sí mismo y de sus pasiones. Todos tenemos necesidad de conversión y de arrepentimiento; todos tenemos necesidad de la gracia salvadora de Cristo, que El ofrece gratuitamente, a manos llenas. El espera sólo que, como el hijo pródigo, digamos “me levantaré y volveré a la casa de mi Padre” (Lc 15, 18). 
3. La casa de Dios tiene siempre sus puertas abiertas. En ella Cristo se hace presente mediante la Palabra y mediante los Sacramentos. A lo largo de los siglos la Iglesia ha desarrollado pacientemente, pero con tesón, su labor de Madre y Maestra para hacer más humanas las instituciones y los principios que regulan la convivencia social. ¿Quién podrá ignorar el influjo positivo que, en el curso de los siglos, ha ejercido el mensaje evangélico en la defensa y promoción de un mayor respeto por la dignidad del encarcelado como persona, como hijo de Dios? 
En la historia de la humanidad –como ya señalé en mi visita a la cárcel de Roma– “se ha progresado mucho en este campo, pero ciertamente queda mucho aún por hacer. La Iglesia, como intérprete del mensaje de Cristo, aprecia y estimula los esfuerzos de cuantos se prodigan por hacer cambiar el sistema carcelario hacia una situación de pleno respeto del derecho y de la dignidad de la persona” (Homilía en la cárcel romana de Rebibbia, n. 3, 27 de diciembre de 1983: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VI, 2 (1983) 1449 s.). 
A este propósito, ¿cómo no manifestar públicamente mi reconocimiento y mi afecto a todos los agentes de pastoral penitenciaria de Chile? Vosotros, sacerdotes capellanes, religiosas y demás colaboradores, mostráis la preocupación materna de la Iglesia por nuestros hermanos haciendo parte de vuestra vida las palabras de Jesús en el Evangelio: “estuve en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25, 36). 
Sois portadores del amor misericordioso de Dios y predicadores infatigables del mensaje salvador de Cristo. Ayudad a todos a redescubrir el camino del bien; contribuid a la conversión sincera de todos los hombres y mujeres con quienes ejercéis vuestro apostolado y animadles a emprender una vida nueva y mejor. 
En esta ocasión, deseo también saludar a todo el personal de la Gendarmería de Chile que se desempeña en las instituciones penitenciarias. Haced también de vuestra profesión un servicio al hermano que sufre. 
Por intercesión de la Virgen del Carmen, Madre amorosa de todos los chilenos, elevo mi ferviente plegaria a Dios para que asista a todos con su gracia, para que asista sobre todo a nuestros hermanos y hermanas encarcelados haga posible la defensa de aquellos que son inocentes, mientras de corazón imparto mi Bendición Apostólica a los internos, a sus familias, a los encargados de la pastoral carcelaria, a cuantos tratan de aliviar las penas de los que sufren y al personal de Gendarmería de Chile.

30º Aniversario de San Juan Pablo II en Antofagasta

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

«Permaneced en mi amor» (Jn 15, 9)

Queridos hermanos y hermanas

1. Aquí, en el Norte grande de Chile, en la querida ciudad de Antofagasta, tiene lugar la última etapa de mi servicio pastoral en tierra chilena. Y así, es de considerar en cierto modo providencial el hecho de que hayamos oído en esta liturgia las palabras pronunciadas por Jesús en el Cenáculo de Jerusalén, al despedirse de sus discípulos: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor” (Ibíd.). 
Está ya cercano el momento de su partida, de su retorno al Padre. Jesús lo sabia y por eso manifiesta abiertamente su vehemente deseo: “Permaneced en el amor, permaneced en mi amor”. 
El Hijo de Dios está a punto de sellar su amor por el hombre con el sacrificio, ofreciendo su vida por la humanidad. “Nadie tiene amor más grande que el que de la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). El sacrificio de la Cruz, la entrega de la propia vida, corresponde también por entero al amor con que el mismo Padre ama desde la eternidad. De este amor encarnado en el Hijo, confirmado plenamente por el sacrificio de la Cruz y por la efusión del Espíritu Santo nace la Iglesia
2. Queridos hermanos y hermanas: las palabras de Jesús nos hablan de la Iglesia, esto es, de la heredad del Señor nacida del amor misericordioso del Padre manifestado para siempre en su Hijo, el predilecto. Son palabras que nos descubren el misterio de esa realidad de amor de la que la Iglesia es fruto y desea comunicarla en todas partes, en toda época y nación. 
¡Sí, permaneced en mi amor! Cuando Jesús nos habla así, nos está diciendo que nos quiere muy cerca de El. Nos quiere obedientes por amor a la voluntad del Padre, es decir, a la vocación divina que da verdadero sentido a la vida cristiana. 
Por eso, Jesús nos sigue diciendo a cada uno: “Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor” (Ibíd., 15, 9). Nuestro amor a Dios y al prójimo por Dios, se manifiesta en la perseverancia cotidiana en la difícil tarea de conformar nuestra conducta a los mandatos del Señor, enseñados e interpretados con autoridad por la Iglesia. Sólo así amaremos con obras y de verdad. (cf. 1Jn 3, 18) 
Hoy oramos por la Santa Iglesia; es el deseo de vuestros obispos, que han querido que este último sacrificio eucarístico que celebro en tierra chilena se ofrezca por las necesidades de la Iglesia y de su misión. 
Cristianos de Chile, no dejéis de amar con todas vuestras fuerzas a la Iglesia, de la que sois hijos por el bautismo. Sabéis que la Iglesia no es una simple organización humana, sino que es el Cuerpo de Cristo, la Esposa del Señor –aunque no falten en ella pecadores–, a la que sus hijos confesamos en el Credo como una, santa, católica y apostólica. 
De ahí surgirá también en vosotros una honda adhesión a los Pastores de la Iglesia, que son mediadores y servidores de la verdad y de la acción salvífica de Cristo en los fieles. Corresponded a su abnegado ministerio con vuestra comunión filial, traducida en oración por ellos, en docilidad a sus enseñanzas evangélicas, a sus mandatos y a sus exhortaciones paternas, y en incansable colaboración para que puedan desempeñar mejor la misión apostólica y pastoral –de tanta responsabilidad– que el Señor ha puesto sobre sus hombros. 
3. Examinad ahora vuestra propia vida para descubrir en qué medida os habéis comportado hasta el presente como conviene a esa dignidad que nace de vuestro bautismo. Por ese sacramento de la iniciación cristiana habéis sido injertados en Cristo para vivir en gracia y amistad con Dios. Para conservar y aumentar esa vida divina de la que participáis, esforzaos en una conversión permanente de la mente y del corazón, combatiendo decididamente el pecado, que destruye la vida del alma. Y, al tomar conciencia de vuestros pecados, volved confiados a nuestro Padre Dios con el arrepentimiento que nace del amor a quien es la Bondad suprema. El os dispensará su perdón misericordioso, por el ministerio de la Iglesia, en la celebración del sacramento de la penitencia. 
De este modo, “en novedad de vida” (cf Rm 6, 4), al recibir al mismo Cristo en la Eucaristía, participaréis, de una manera sublime, en ese Misterio de Amor divino inaugurado en el Cenáculo y consumado en el Gólgota. Alimentados con el Pan de la vida eterna podréis vivir las exigencias de la Ley del amor, que el mismo Cristo nos ha enseñado, y seréis miembros vivos de la Iglesia. 
4. Con las palabras de la primera lectura que manifiestan ese profundo amor en San Pablo, también yo os quiero decir: “ Testigo me es Dios de lo entrañablemente que os amo en Cristo Jesús ”. 
Queridos chilenos del Norte Grande, del desierto y de la pampa, de las tierras del cobre y del salitre; desde Antofagasta, me dirijo ahora en particular a vosotros, para expresaros el afecto que siento hacia todas las personas que, por providencia de Dios, habitáis esta parte del país. 
Lleno de gozo por haber podido venir al Norte Grande de Chile, deseo testimoniar mi profundo aprecio por todos los valores encarnados en la sociedad nortina: su laboriosidad, virtudes humanas, fidelidad a la tierra en medio de una naturaleza áspera y difícil. Mi saludo más entrañable va desde aquí a los trabajadores, técnicos, ejecutivos, así como a sus familias, de la mina de cobre de Chuquicamata, así como a cuantos trabajan en los distintos sectores de la minería chilena. Con vuestro esfuerzo sacrificado, y no exento de riesgos, contribuís de modo relevante al progreso económico y social de vuestra patria, que es parte considerable del bien común de la nación. 
Me siento muy unido a vosotros, cristianos del Norte, en el gran desafío por lograr que, con la gracia de Dios, la existencia de cada uno, de cada familia y de toda la comunidad vaya descubriendo cada día más los tesoros de paz y felicidad que se encierran en la persona de Cristo y su mensaje de salvación. Para llevar a cabo esa gran tarea se necesitan en esta tierra más sacerdotes, fieles ministros de Jesucristo, que guíen a vuestras comunidades como buenos pastores. Jóvenes nortinos: ¡Si el Señor os llama a servirle en el sacerdocio o en la vida religiosa, acoged su llamada con generosidad! ¡El Señor os necesita! Y recordad que donde hay un cristiano o una cristiana – aunque viva aislado, en estas inmensidades despobladas – están presentes Cristo y su Iglesia, y por eso debe notarse allí el buen aroma de Cristo, como nos dice San Pablo (cf. 2Co 2, 15). 
5. ¡Queridos hermanos y hermanas! Hoy, al término de mi servicio papal en vuestra acogedora tierra, quiero dar gracias a Dios por vuestra colaboración en la obra del Evangelio (cf Flp 1, 3.5). 
Cada uno de los imborrables momentos de este viaje pastoral por vuestra geografía me ha llenado de gozo y gratitud, porque he experimentado la fe viva de los hijos de esta tierra; porque he comprobado vuestras auténticas ansias de fidelidad a Jesucristo y a su Iglesia. 
Al dar gracias por estos casi cinco siglos de historia de la Iglesia en Chile, y por toda la tradición cristiana que impregna las raíces culturales de esta nación, miramos también al futuro con la esperanza de los hijos de Dios, trayendo a este altar nuestros propósitos de colaborar con el Señor en la obra de la evangelización y santificación de Chile y del mundo
Ante nuestra mirada se descubre el horizonte de la nueva evangelización de Chile a la que mi visita pastoral quiere contribuir: con mi oración, con mi mensaje, con mi aliento y el apoyo de la Iglesia universal. 
6. A la Iglesia de Dios en Chile dirijo también hoy aquellas palabras de esperanza que pronuncié al inicio de la novena de años preparatoria al V centenario de la evangelización de América: “esperanza de una Iglesia, que firmemente unida a sus obispos –con sus sacerdotes, religiosos y religiosas al frente– se concentra intensamente en su misión evangelizadora y que lleva a los fieles a la savia vital de la Palabra de Cristo y a las fuentes de gracia de los Sacramentos” (Celebración de la Palabra en Santo Domingo, III, n.3, 12 de octubre de 1984).
Esperanza de una Iglesia que, proyectándose también en la promoción humana y cristiana del hombre y comprometiéndose en el amor de preferencia por los pobres, predique la verdadera liberación, la que ha obrado Cristo con su muerte y resurrección: liberación, en primer lugar, del pecado y de la muerte eterna, y de todo cuanto nos separa de Dios y de nuestros hermanos. Esta libertad da un sentido cristiano, de fe y de amor, a todas las realidades, y. al mismo tiempo, constituye una anticipación de las alegrías imperecederas del reino de los Cielos. 
Pido fervientemente al Señor y a su Madre Santísima que se consolide aún más el florecimiento de vocaciones sacerdotales y religiosas en las familias chilenas, para que no falten los buenos pastores, sólidamente formados en la doctrina y en la vida espiritual, y que transmitan fielmente a todos el anuncio evangélico puro y auténtico, así como ese impulso de santificación y esos anhelos apostólicos que nacen de los orígenes de la evangelización de Chile; ruego para que haya religiosos y religiosas que, en su vida consagrada a Dios y a los hermanos, den genuino testimonio de los valores del reino, en espera de la venida del Señor. Orad también vosotros para que se lleve a cabo una inmensa labor de catequesis en la fe, fiel a la doctrina católica, que mantenga vivo y operante el mensaje de salvación que trajeron los primeros evangelizadores. 
7. En esta Misa por la Santa Iglesia tengo presentes de una manera particular a los laicos chilenos, a esa inmensa mayoría de los hijos e hijas de la Iglesia en Chile. 
Queridísimos laicos: ¡El porvenir de la obra del Evangelio en vuestra patria pasa también a través de vosotros! ¡Ninguno puede sentirse excluido de los designios divinos del amor que salva, del mensaje que predica la fraternidad, porque todos somos hijos del mismo Padre celestial! Mirando a Cristo que os interpela y cuenta con vosotros para hacer verdad y vida su obra redentora en el mundo, no podéis quedaros pasivos o indiferentes. Recordad siempre que también a vosotros van dirigidas las palabras del Señor: “Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure” (Jn 15, 16). Vuestra vocación cristiana tiene un irrenunciable sentido y contenido apostólico, inseparable de la búsqueda de la santidad. Por amor a Dios y al prójimo, debéis asumir vuestra parte propia en la misión redentora de Cristo, en la Iglesia y en el mundo. 
Durante mi visita a Chile me he referido a diversos campos y facetas de vuestra misión en la animación cristiana de las realidades temporales: la familia, el trabajo, la cultura, la educación, los medios de comunicación, la política, la economía, el desarrollo regional y los demás sectores de la vida pública y social. En íntima comunión con vuestros obispos y con el Magisterio de la Iglesia, empeñaos en buscar soluciones cristianas a los problemas que os preocupan. Llevad a cabo esa tarea con responsabilidad y libertad, en sintonía con la doctrina que el Concilio Vaticano II ha querido recordar respecto del legítimo pluralismo entre los seglares cristianos en su acción apostólica: “En estos casos de soluciones divergentes, aun al margen de la intención de ambas partes, muchos laicos tienden fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial por el bien común” (Gaudium et spes, 43). 
Para que sea posible una más profunda cristianización de las realidades temporales y del orden social, los laicos –hombres y mujeres– han de participar activamente en la vida de la Iglesia: unos participarán en las diversas formas de apostolado asociado; otros ofrecerán una colaboración directa con los Pastores en tantos servicios eclesiales y de asistencia; muchos harán su labor dentro de la familia, entre sus compañeros y amigos. Así, como fermento en la masa, transformaréis a Chile desde dentro y cumpliréis la misión que Dios os ha confiado en el mundo, como exigencia de vuestra vocación cristiana. Quiera Dios que el Sínodo de los Obispos que tendrá lugar en Roma durante el mes de octubre próximo, represente un impulso revitalizador de la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo. 
8. Queridos chilenos y chilenas, con palabras del apóstol San Pablo manifiesto mi confianza en “que el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena, la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús” (Flp 1, 6). 
Ciertamente esta visita del Sucesor de Pedro durante estos seis días del tiempo litúrgico de Cuaresma, compartidos con la Iglesia de Dios que peregrina en Chile, me ha ayudado a llevaros a todos, todavía más, en mi corazón. Han sido jornadas vividas en la fe y en el amor que nos une. Os agradezco de veras el afecto y adhesión que me habéis demostrado durante este viaje inolvidable en el que he podido comprobar vuestra proverbial hospitalidad. A pesar de la distancia que nos separa, tened la seguridad de que desde Roma, os tendré siempre presentes en mi afecto y en mis oraciones. ¡Estamos siempre muy unidos, en el corazón de Cristo y en el corazón de María!
9. «Haya paz dentro de tus muros, Jerusalén, seguridad en tus palacios. Por mis hermanos y compañeros voy a decir: “La paz contigo”» (Sal 122 [121], 7-9). 
Queridos chilenos: Conozco vuestros sinceros anhelos de paz, de justicia y de todo bien. Sé que, en los más íntimo de cada hombre y de cada mujer de esta tierra, late un hondo deseo de crecer en el amor, de combatir el odio y el sectarismo, el egoísmo y las ansias desordenadas de riquezas. 
¡Que triunfe en vuestros corazones la paz de Cristo!
 Que su sacrificio redentor, que nos reconcilió con el Padre, reconcilie a la gran familia chilena superando las barreras, soldando fracturas, venciendo la enemistad y la discordia con la fuerza del espíritu cristiano, que es capaz de pedir perdón cuando se tiene conciencia de haber ofendido gravemente al prójimo. 
10. Oremos por todos los habitantes de esta tierra noble y sufrida; del norte y del sur, del campo y de la ciudad, del mar y de la montaña. Pidamos a Dios que la Iglesia, movida por el amor de Cristo, de siempre testimonio de servicio a la justicia, a la paz, a la reconciliación de los hermanos. Que conduzca a la Jerusalén eterna a todos los que el Padre ha amado y elegido en Cristo, para que puedan “dar fruto” y que “vuestro fruto dure” (Cf. Jn 15, 16). 
“Llenos de la más tierna confianza, como hijos que acuden al corazón de su Madre” confiad en la Santísima Virgen del Carmen, Reina y Patrona de Chile. Ella será vuestra Estrella y vuestro Norte; amparo y seguro consuelo; modelo sublime en el que aprenderéis a imitar a Cristo, Redentor del hombre. Permaneced en su amor. Amén.