jueves, 26 de diciembre de 2019

17. Derechos del hombre: "letra" o "espíritu"

S. Juan Pablo II
Nuestro siglo ha sido hasta ahora un siglo de grandes calamidades para el hombre, de grandes devastaciones no sólo materiales, sino también morales, más aún, quizá sobre todo morales. Ciertamente, no es fácil comparar bajo este aspecto, épocas y siglos, porque esto depende de los criterios históricos que cambian. No obstante, sin aplicar estas comparaciones, es necesario constatar que hasta ahora este siglo ha sido un siglo en el que los hombres se han preparado a sí mismos muchas injusticias y sufrimientos. ¿Ha sido frenado decididamente este proceso? En todo caso no se puede menos de recordar aquí, con estima y profunda esperanza para el futuro, el magnífico esfuerzo llevado a cabo para dar vida a la Organización de las Naciones Unidas, un esfuerzo que tiende a definir y establecer los derechos objetivos e inviolables del hombre, obligándose recíprocamente los Estados miembros a una observancia rigurosa de los mismos. Este empeño ha sido aceptado y ratificado por casi todos los Estados de nuestro tiempo y esto debería constituir una garantía para que los derechos del hombre lleguen a ser en todo el mundo, principio fundamental del esfuerzo por el bien del hombre.

La Iglesia no tiene necesidad de confirmar cuán estrechamente vinculado está este problema con su misión en el mundo contemporáneo. En efecto, él está en las bases mismas de la paz social e internacional, como han declarado al respecto Juan XXIII, el Concilio Vaticano II y posteriormente Pablo VI en documentos específicos. En definitiva, la paz se reduce al respeto de los derechos inviolables del hombre, —«opus iustitiae pax»—, mientras la guerra nace de la violación de estos derechos y lleva consigo aún más graves violaciones de los mismos. Si los derechos humanos son violados en tiempo de paz, esto es particularmente doloroso y, desde el punto de vista del progreso, representa un fenómeno incomprensible de la lucha contra el hombre, que no puede concordarse de ningún modo con cualquier programa que se defina «humanístico». Y ¿qué tipo de programa social, económico, político, cultural podría renunciar a esta definición? Nutrimos la profunda convicción de que no hay en el mundo ningún programa en el que, incluso sobre la plataforma de ideologías opuestas acerca de la concepción del mundo, no se ponga siempre en primer plano al hombre.

Ahora bien, si a pesar de tales premisas, los derechos del hombre son violados de distintos modos, si en práctica somos testigos de los campos de concentración, de la violencia, de la tortura, del terrorismo o de múltiples discriminaciones, esto debe ser una consecuencia de otras premisas que minan, o a veces anulan casi toda la eficacia de las premisas humanísticas de aquellos programas y sistemas modernos. Se impone entonces necesariamente el deber de someter los mismos programas a una continua revisión desde el punto de vista de los derechos objetivos e inviolables del hombre.

La Declaración de estos derechos, junto con la institución de la Organización de las Naciones Unidas, no tenía ciertamente sólo el fin de separarse de las horribles experiencias de la última guerra mundial, sino el de crear una base para una continua revisión de los programas, de los sistemas, de los regímenes, y precisamente desde este único punto de vista fundamental que es el bien del hombre —digamos de la persona en la comunidad— y que como factor fundamental del bien común debe constituir el criterio esencial de todos los programas, sistemas, regímenes. En caso contrario, la vida humana, incluso en tiempo de paz, está condenada a distintos sufrimientos y al mismo tiempo, junto con ellos se desarrollan varias formas de dominio totalitario, neocolonialismo, imperialismo, que amenazan también la convivencia entre las naciones. En verdad, es un hecho significativo y confirmado repetidas veces por las experiencias de la historia, cómo la violación de los derechos del hombre va acompañada de la violación de los derechos de la nación, con la que el hombre está unido por vínculos orgánicos como a una familia más grande.

Ya desde la primera mitad de este siglo, en el período en que se estaban desarrollando varios totalitarismos de Estado, los cuales —como es sabido— llevaron a la horrible catástrofe bélica, la Iglesia había delineado claramente su postura frente a estos regímenes que en apariencia actuaban por un bien superior, como es el bien del Estado, mientras la historia demostraría en cambio que se trataba solamente del bien de un partido, identificado con el estado.111 En realidad aquellos regímenes habían coartado los derechos de los ciudadanos, negándoles el reconocimiento debido de los inviolables derechos del hombre que, hacia la mitad de nuestro siglo, han obtenido su formulación en sede internacional. Al compartir la alegría de esta conquista con todos los hombres de buena voluntad, con todos los hombres que aman de veras la justicia y la paz, la Iglesia, consciente de que la sola «letra» puede matar, mientras solamente «el espíritu da vida»,112 debe preguntarse continuamente junto con estos hombres de buena voluntad si la Declaración de los derechos del hombre y la aceptación de su «letra» significan también por todas partes la realización de su «espíritu». Surgen en efecto temores fundados de que muchas veces estamos aún lejos de esta realización y que tal vez el espíritu de la vida social y pública se halla en una dolorosa oposición con la declarada «letra» de los derechos del hombre. Este estado de cosas, gravoso para las respectivas sociedades, haría particularmente responsable, frente a estas sociedades y a la historia del hombre, a aquellos que contribuyen a determinarlo.

El sentido esencial del Estado como comunidad política, consiste en el hecho de que la sociedad y quien la compone el pueblo, es soberano de la propia suerte. Este sentido no llega a realizarse, si en vez del ejercicio del poder mediante la participación moral de la sociedad o del pueblo, asistimos a la imposición del poder por parte de un determinado grupo a todos los demás miembros de esta sociedad. Estas cosas son esenciales en nuestra época en que ha crecido enormemente la conciencia social de los hombres y con ella la necesidad de una correcta participación de los ciudadanos en la vida política de la comunidad, teniendo en cuenta las condiciones de cada pueblo y del vigor necesario de la autoridad pública.113 Estos son, pues, problemas de primordial importancia desde el punto de vista del progreso del hombre mismo y del desarrollo global de su humanidad.

La Iglesia ha enseñado siempre el deber de actuar por el bien común y, al hacer esto, ha educado también buenos ciudadanos para cada Estado. Ella, además, ha enseñado siempre que el deber fundamental del poder es la solicitud por el bien común de la sociedad; de aquí derivan sus derechos fundamentales. Precisamente en nombre de estas premisas concernientes al orden ético objetivo, los derechos del poder no pueden ser entendidos de otro modo más que en base al respeto de los derechos objetivos e inviolables del hombre. El bien común al que la autoridad sirve en el Estado se realiza plenamente sólo cuando todos los ciudadanos están seguros de sus derechos. Sin esto se llega a la destrucción de la sociedad, a la oposición de los ciudadanos a la autoridad, o también a una situación de opresión, de intimidación, de violencia, de terrorismo, de los que nos han dado bastantes ejemplos los totalitarismos de nuestro siglo. Es así como el principio de los derechos del hombre toca profundamente el sector de la justicia social y se convierte en medida para su verificación fundamental en la vida de los Organismos políticos.

Entre estos derechos se incluye, y justamente, el derecho a la libertad religiosa junto al derecho de la libertad de conciencia. El Concilio Vaticano II ha considerado particularmente necesaria la elaboración de una Declaración más amplia sobre este tema. Es el documento que se titula Dignitatis humanae,114 en el cual se expresa no sólo la concepción teológica del problema, sino también la concepción desde el punto de vista del derecho natural, es decir, de la postura «puramente humana», sobre la base de las premisas dictadas por la misma experiencia del hombre, por su razón y por el sentido de su dignidad. Ciertamente, la limitación de la libertad religiosa de las personas o de las comunidades no es sólo una experiencia dolorosa, sino que ofende sobre todo a la dignidad misma del hombre, independientemente de la religión profesada o de la concepción que ellas tengan del mundo. La limitación de la libertad religiosa y su violación contrastan con la dignidad del hombre y con sus derechos objetivos. El mencionado Documento conciliar dice bastante claramente lo que es tal limitación y violación de la libertad religiosa. Indudablemente, nos encontramos en este caso frente a una injusticia radical respecto a lo que es particularmente profundo en el hombre, respecto a lo que es auténticamente humano. De hecho, hasta el mismo fenómeno de la incredulidad, arreligiosidad y ateísmo, como fenómeno humano, se comprende solamente en relación con el fenómeno de la religión y de la fe. Es por tanto difícil, incluso desde un punto de vista «puramente humano», aceptar una postura según la cual sólo el ateísmo tiene derecho de ciudadanía en la vida pública y social, mientras los hombres creyentes, casi por principio, son apenas tolerados, o también tratados como ciudadanos de «categoría inferior», e incluso —cosa que ya ha ocurrido— son privados totalmente de los derechos de ciudadanía.

Hay que tratar también, aunque sea brevemente, este tema porque entra dentro del complejo de situaciones del hombre en el mundo actual, porque da testimonio de cuánto se ha agravado esta situación debido a prejuicios e injusticias de distinto orden. Prescindiendo de entrar en detalles precisamente en este campo, en el que tendríamos un especial derecho y deber de hacerlo, es sobre todo porque, juntamente con todos los que sufren los tormentos de la discriminación y de la persecución por el nombre de Dios, estamos guiados por la fe en la fuerza redentora de la cruz de Cristo. Sin embargo, en el ejercicio de mi ministerio específico, deseo, en nombre de todos los hombres creyentes del mundo entero, dirigirme a aquellos de quienes, de algún modo, depende la organización de la vida social y pública, pidiéndoles ardientemente que respeten los derechos de la religión y de la actividad de la Iglesia. No se trata de pedir ningún privilegio, sino el respeto de un derecho fundamental. La actuación de este derecho es una de las verificaciones fundamentales del auténtico progreso del hombre en todo régimen, en toda sociedad sistema o ambiente.

(S. Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, diciembre 1979)