Venerado hermano
Mons. SERAFIM DE SOUSA FERREIRA E SILVA
Obispo de Leiría-Fátima
¡Saludos fraternos en Cristo Señor!
El octogésimo aniversario de aquel día
13 de octubre de 1917, cuando se produjo en el cielo la prodigiosa «danza del
sol», es una ocasión propicia para dirigirme espiritualmente, dada la
imposibilidad de hacerlo físicamente, a ese santuario con una oración a la
Madre de Dios por la preparación del pueblo cristiano y, en cierto modo, de
toda la humanidad, para el gran jubileo del año 2000, y con una exhortación a
las familias y a las comunidades eclesiales para que recen diariamente el
rosario.
En el umbral del tercer milenio,
observando los signos de los tiempos en este siglo XX, Fátima es, ciertamente,
uno de los mayores, entre otras cosas porque anuncia en su mensaje muchos de
los signos sucesivos e invita a vivir sus llamamientos; signos como las dos
guerras mundiales, pero también grandes asambleas de naciones y pueblos
marcadas para entablar el diálogo y buscar la paz; la opresión y las
perturbaciones sociales sufridas por diversas naciones y pueblos, pero también
la voz y las oportunidades dadas a poblaciones y a personas que mientras tanto
se habían levantado en el panorama internacional; las crisis, las deserciones y
los numerosos sufrimientos de los miembros de la Iglesia, pero también un
renovado e intenso sentido de solidaridad y mutua dependencia en el Cuerpo místico
de Cristo, que va consolidándose en todos los bautizados, de acuerdo con su
vocación y misión; el alejamiento y el abandono de Dios por parte de personas y
sociedades, pero también una irrupción del Espíritu de verdad en los corazones
y en las comunidades, hasta llegar a la inmolación y al martirio para salvar
«la imagen y la semejanza de Dios en el hombre » (cf. Gn 1, 27), para
salvar al hombre del hombre. Entre estos y otros signos de los tiempos, como
decía, destaca Fátima, que nos ayuda a ver la mano de Dios, guía providencial y
Padre paciente y compasivo también de este siglo XX.
Analizando, a partir de Fátima, el
alejamiento humano de Dios, conviene recordar que no es la primera vez que él,
sintiéndose rechazado y despreciado por el hombre, nos da la sensación de
alejarse, respetando la libertad de los hombres, con el consiguiente
oscurecimiento de la vida, que hace caer sobre la historia la noche, pero
después de proporcionarnos un refugio. Ya sucedió así en el Calvario, cuando
Dios encarnado fue crucificado y murió por manos de los hombres. ¿Y qué hizo
Cristo? Después de invocar la clemencia del cielo con las palabras: «Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34), confió la
humanidad a María, su Madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 26).
Una lectura simbólica de este cuadro evangélico permitiría ver reflejada en él
la escena final de la experiencia, conocida y frecuente, del hijo que,
sintiéndose incomprendido, confundido y rebelde, abandona la casa paterna para
adentrarse en la noche... Y el manto de la madre viene a cubrirlo del frío
durante su sueño, ayudándole a superar su desesperación y su soledad. Bajo el
manto materno que, desde Fátima, se extiende a toda la tierra, la humanidad
siente que le vuelve la nostalgia de la casa del Padre y de su pan (cf. Lc 15,
17). Amados peregrinos, como si pudiera abrazar a toda la humanidad, os pido
que, en su nombre y por ella, digáis: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre
de Dios. No deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades;
antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita».
«Mujer, ahí tienes a tu hijo». Así
habló Jesús a su Madre, pensando en Juan, el discípulo amado, que también
estaba al pie de la cruz. ¿Quién no tiene su cruz? Llevarla día tras día,
siguiendo los pasos del Maestro, es la condición que nos impone el Evangelio
(cf. Lc 9, 23), ciertamente como una bendición de salvación (cf. 1 Co
1, 23-24). El secreto está en no perder de vista al primer Crucificado, a
quien el Padre respondió con la gloria de la resurrección, y que inició esta
peregrinación de bienaventurados. Esta contemplación ha tomado la forma
sencilla y eficaz de la meditación de los misterios del rosario, consagrada
popularmente y recomendada con gran insistencia por el Magisterio de la
Iglesia. Amadísimos hermanos y hermanas, rezad el rosario todos los días.
Exhorto encarecidamente a los pastores a que recen y enseñen a rezar el rosario
en sus comunidades cristianas. Para el fiel y valiente cumplimiento de los
deberes humanos y cristianos propios del estado de cada uno, ayudad al pueblo
de Dios a volver al rezo diario del rosario, ese dulce coloquio de hijos con la
Madre que «han acogido en su casa» (cf. Jn 19, 27).
Uniéndome a este coloquio y haciendo mías
las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de cada uno,
saludo fraternalmente a cuantos toman parte, física o espiritualmente, en esta
peregrinación de octubre, invocando para todos, pero de modo especial para los
que sufren, el consuelo y la fuerza de Dios, a fin de que acepten «completar en
su carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (cf. Col 1, 24),
recordando el «misterio verdaderamente tremendo y que jamás se meditará
bastante », es decir, que «la salvación de muchos depende de las oraciones y
voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo,
dirigidas a este objeto, y de la cooperación que pastores y fieles,
singularmente los padres y madres de familia, han de ofrecer a nuestro divino
Salvador» (Pío XII, Mystici Corporis, 19). A todos, pastores y fieles,
sirva de aliento mi bendición apostólica.
Vaticano, 1 de octubre de 1997