martes, 12 de mayo de 2015

Mensaje en el 80º Aniversario 
de las Apariciones de la Virgen

Venerado hermano
Mons. SERAFIM DE SOUSA FERREIRA E SILVA
Obispo de Leiría-Fátima

¡Saludos fraternos en Cristo Señor!

El octogésimo aniversario de aquel día 13 de octubre de 1917, cuando se produjo en el cielo la prodigiosa «danza del sol», es una ocasión propicia para dirigirme espiritualmente, dada la imposibilidad de hacerlo físicamente, a ese santuario con una oración a la Madre de Dios por la preparación del pueblo cristiano y, en cierto modo, de toda la humanidad, para el gran jubileo del año 2000, y con una exhortación a las familias y a las comunidades eclesiales para que recen diariamente el rosario.

En el umbral del tercer milenio, observando los signos de los tiempos en este siglo XX, Fátima es, ciertamente, uno de los mayores, entre otras cosas porque anuncia en su mensaje muchos de los signos sucesivos e invita a vivir sus llamamientos; signos como las dos guerras mundiales, pero también grandes asambleas de naciones y pueblos marcadas para entablar el diálogo y buscar la paz; la opresión y las perturbaciones sociales sufridas por diversas naciones y pueblos, pero también la voz y las oportunidades dadas a poblaciones y a personas que mientras tanto se habían levantado en el panorama internacional; las crisis, las deserciones y los numerosos sufrimientos de los miembros de la Iglesia, pero también un renovado e intenso sentido de solidaridad y mutua dependencia en el Cuerpo místico de Cristo, que va consolidándose en todos los bautizados, de acuerdo con su vocación y misión; el alejamiento y el abandono de Dios por parte de personas y sociedades, pero también una irrupción del Espíritu de verdad en los corazones y en las comunidades, hasta llegar a la inmolación y al martirio para salvar «la imagen y la semejanza de Dios en el hombre » (cf. Gn 1, 27), para salvar al hombre del hombre. Entre estos y otros signos de los tiempos, como decía, destaca Fátima, que nos ayuda a ver la mano de Dios, guía providencial y Padre paciente y compasivo también de este siglo XX.

Analizando, a partir de Fátima, el alejamiento humano de Dios, conviene recordar que no es la primera vez que él, sintiéndose rechazado y despreciado por el hombre, nos da la sensación de alejarse, respetando la libertad de los hombres, con el consiguiente oscurecimiento de la vida, que hace caer sobre la historia la noche, pero después de proporcionarnos un refugio. Ya sucedió así en el Calvario, cuando Dios encarnado fue crucificado y murió por manos de los hombres. ¿Y qué hizo Cristo? Después de invocar la clemencia del cielo con las palabras: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34), confió la humanidad a María, su Madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 26). Una lectura simbólica de este cuadro evangélico permitiría ver reflejada en él la escena final de la experiencia, conocida y frecuente, del hijo que, sintiéndose incomprendido, confundido y rebelde, abandona la casa paterna para adentrarse en la noche... Y el manto de la madre viene a cubrirlo del frío durante su sueño, ayudándole a superar su desesperación y su soledad. Bajo el manto materno que, desde Fátima, se extiende a toda la tierra, la humanidad siente que le vuelve la nostalgia de la casa del Padre y de su pan (cf. Lc 15, 17). Amados peregrinos, como si pudiera abrazar a toda la humanidad, os pido que, en su nombre y por ella, digáis: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios. No deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita».

«Mujer, ahí tienes a tu hijo». Así habló Jesús a su Madre, pensando en Juan, el discípulo amado, que también estaba al pie de la cruz. ¿Quién no tiene su cruz? Llevarla día tras día, siguiendo los pasos del Maestro, es la condición que nos impone el Evangelio (cf. Lc 9, 23), ciertamente como una bendición de salvación (cf. 1 Co 1, 23-24). El secreto está en no perder de vista al primer Crucificado, a quien el Padre respondió con la gloria de la resurrección, y que inició esta peregrinación de bienaventurados. Esta contemplación ha tomado la forma sencilla y eficaz de la meditación de los misterios del rosario, consagrada popularmente y recomendada con gran insistencia por el Magisterio de la Iglesia. Amadísimos hermanos y hermanas, rezad el rosario todos los días. Exhorto encarecidamente a los pastores a que recen y enseñen a rezar el rosario en sus comunidades cristianas. Para el fiel y valiente cumplimiento de los deberes humanos y cristianos propios del estado de cada uno, ayudad al pueblo de Dios a volver al rezo diario del rosario, ese dulce coloquio de hijos con la Madre que «han acogido en su casa» (cf. Jn 19, 27).

Uniéndome a este coloquio y haciendo mías las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de cada uno, saludo fraternalmente a cuantos toman parte, física o espiritualmente, en esta peregrinación de octubre, invocando para todos, pero de modo especial para los que sufren, el consuelo y la fuerza de Dios, a fin de que acepten «completar en su carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (cf. Col 1, 24), recordando el «misterio verdaderamente tremendo y que jamás se meditará bastante », es decir, que «la salvación de muchos depende de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, dirigidas a este objeto, y de la cooperación que pastores y fieles, singularmente los padres y madres de familia, han de ofrecer a nuestro divino Salvador» (Pío XII, Mystici Corporis, 19). A todos, pastores y fieles, sirva de aliento mi bendición apostólica.


Vaticano, 1 de octubre de 1997

sábado, 9 de mayo de 2015

Mensaje: II Jornada Mundial de la Juventud

Queridos jóvenes, amigos:

“Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en El”.

1. El 8 de junio pasado, tuve la inmensa alegría de anunciar la celebración de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, en Buenos Aires, el domingo de Ramos de 1987. Estaré entonces, con la ayuda de Dios, culminando mi visita apostólica a las Naciones del cono sur americano: Uruguay, Chile y Argentina.
En Buenos Aires, tendré el gran gozo de encontrarme no sólo con la juventud argentina, sino también con muchos jóvenes provenientes del área latinoamericana y de otros países del mundo. En aquel esperado encuentro, nos sentiremos todos en comunión de oraciones, de amistad y fraternidad, de responsabilidad y compromiso, con los demás jóvenes que, en torno a sus Pastores celebrarán esta Jornada en las Iglesias locales de todo el mundo; nos sentiremos unidos también con todos aquellos que buscan a Dios con corazón sincero y desean dedicar sus energías juveniles a la construcción de una nueva sociedad más justa y fraterna.
No deja de ser significativo que, esta vez, la Jornada tenga su lugar central de celebración en tierras latinoamericanas, pobladas mayoritariamente por jóvenes, que son los animadores y futuros protagonistas del llamado “continente de la esperanza”. La Iglesia latinoamericana, proclamó en Puebla de los Ángeles (México) su “opción preferencial por los jóvenes” y se dispone a una “nueva evangelización” para rejuvenecer las raíces, la tradición, la cultura cristiana de sus pueblos, a las puertas ya del “medio milenio” de su primera evangelización. Pero nuestra mirada se alarga a los cuatro puntos cardinales y nuestra palabra quiere convocar a todos los jóvenes y las jóvenes del Norte y del Sur, del Este y del Oeste, que serán los hombres y mujeres del 2000 y a quienes la Iglesia reconoce y acoge con esperanza.
2. El tema y contenido de esta Jornada Mundial pone ante nuestros ojos el testimonio del Apóstol San Juan cuando exclama: “Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”.
A este propósito, deseo recordaros un pensamiento que expuse en mi primera Encíclica: “El hombre no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”. ¡Y cuánto más podría destacarse dicha realidad para la vida de los jóvenes, en esta fase de especial responsabilidad y esperanza, del crecimiento de la persona, de definición de los grandes significados, ideales y proyectos de vida, de ansia de verdad y de caminos de auténtica felicidad! Es entonces cuando más se experimenta la necesidad de sentirse reconocido, sostenido, escuchado y amado.
Vosotros sabéis bien, desde lo profundo de vuestros corazones, que son efímeras y sólo dejan vacío en el alma las satisfacciones que ofrece un hedonismo superficial; que es ilusorio encerrarse en la caparazón del propio egoísmo; que toda indiferencia y escepticismo contradicen las nobles ansias de amor sin fronteras; que las tentaciones de la violencia y de las ideologías que niegan a Dios llevan sólo a callejones sin salida.
Puesto que el hombre no puede vivir ni ser comprendido sin amor, quiero invitaros a todos a crecer en humanidad, a poner como prioridad absoluta los valores del espíritu, a transformaros en “hombres nuevos”, reconociendo y aceptando cada vez más la presencia de Dios en vuestras vidas, la presencia de un Dios que es Amor; un Padre que nos ama a cada uno desde toda la eternidad, que nos ha creado por amor y que tanto nos ha amado hasta entregar a su Hijo Unigénito para perdonar nuestros pecados, para reconciliarnos con El, para vivir con El una comunión de amor que no terminará jamás. La Jornada Mundial de la Juventud tiene, pues, que disponernos a todos a acoger ese don del amor de Dios, que nos configura y que nos salva. El mundo espera con ansia nuestro testimonio de amor. Un testimonio nacido de una profunda convicción personal y de un sincero acto de amor y de fe en Cristo Resucitado. Esto significa conocer el amor y crecer en él.
3. Nuestras celebraciones tendrán también una clara dimensión comunitaria, exigencia ineludible del amor de Dios y de la comunión de quienes se sienten hijos del mismo Padre, hermanos en Jesucristo y unidos por la fuerza del Espíritu. Por estar incorporados a la gran familia de los redimidos y ser miembros vivos de la Iglesia, experimentaréis en esa Jornada el entusiasmo y la alegría del amor de Dios que os convoca a la unidad y a la solidaridad. Dicha llamada no excluye a nadie. Al contrario, es una convocatoria sin fronteras que abraza a todos los jóvenes sin distinción, que fortalece y renueva los vínculos que unen a la juventud. En esta circunstancia han de hacerse particularmente vivos y operantes los lazos con aquellos jóvenes que sufren las consecuencias del desempleo, que viven en la pobreza o la soledad, que se sienten marginados o llevan la pesada cruz de la enfermedad. Llegue también el mensaje de amistad a quienes no aceptan la fe religiosa. La caridad no transige con el error pero sale siempre al encuentro de todos para abrir caminos de conversión. ¡Qué bellas y luminosas palabras nos dirige a este propósito San Pablo en el himno a la caridad! ¡Sean ellas para vosotros ideario de vida y decidido compromiso en vuestro presente y en vuestro futuro!
La caridad de Dios que ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, tiene que sensibilizarnos contra las flagrantes amenazas del hambre y de la guerra, contra las escandalosas disparidades entre minorías opulentas y pueblos pobres, contra los atentados a los derechos del hombre y a sus legítimas libertades, incluida la libertad religiosa, contra las actuales y potenciales manipulaciones de su dignidad. He sentido viva y fuerte la cercanía y la oración de los jóvenes con ocasión de la Jornada Mundial de oración por la paz, celebrada el 27 de octubre en Asís, en la que participaron representantes de las confesiones cristianas y de las religiones del mundo.
Más que nunca, se requiere que los enormes progresos científicos y tecnológicos de nuestro tiempo sean orientados, con sabiduría ética, para bien de todo el hombre y de todos los hombres. La gravedad, urgencia y complejidad de los actuales problemas y desafíos, exigen de las nuevas generaciones capacidad y competencia en los diversos campos; mas, por encima de los intereses o visiones parciales ha de colocarse el bien integral del hombre, creado a imagen de Dios y llamado a un destino eterno. En Cristo se nos ha revelado plenamente el amor de Dios y la sublime dignidad del hombre. Que Jesús sea la “piedra angular” de vuestras vidas y de la nueva civilización que en solidaridad generosa y compartida habréis de construir. No puede haber auténtico crecimiento humano en la paz y en la justicia, en la verdad y en la libertad, si Cristo no se hace presente con su fuerza salvadora.
La construcción de una civilización del amor requiere temples recios y perseverantes, dispuestos al sacrificio e ilusionados en abrir nuevos caminos de convivencia humana, superando divisiones y materialismos opuestos. Es ésta una responsabilidad de los jóvenes de hoy que serán los hombres y mujeres del mañana, en los albores ya del tercer milenio cristiano.
4. En espera gozosa de nuestro encuentro, os aliento a todos a una profunda y meditada preparación espiritual que potencie el dinamismo eclesial de la Jornada. ¡Poneos en marcha! Que vuestro itinerario esté jalonado de oración, estudio, diálogo, deseos de conversión y mejora. Caminad unidos desde vuestras parroquias y comunidades cristianas, vuestras asociaciones y movimientos apostólicos. Sea la vuestra una actitud de acogida, de espera, en sintonía con el período de Adviento que iniciamos. La liturgia de este primer Domingo nos recuerda, con palabras de San Pablo, “el momento en que vivimos” y nos exhorta a que “despojándonos de las obras de las tinieblas” nos revistamos “más bien del Señor Jesucristo”.
A todos los jóvenes y las jóvenes del mundo envío mi saludo entrañable y cordial. En particular a los jóvenes argentinos. He seguido con gran interés vuestras peregrinaciones anuales al Santuario de Nuestra Señora de Luján y el Encuentro nacional de jóvenes en Córdoba del año pasado, así como la “opción juventud” que ha concentrado durante años la pastoral de conjunto del Episcopado Argentino. Conozco, desde mi primera visita a vuestro País en 1982, tan cargada de dolor y de esperanza, vuestro compromiso por la edificación de la paz en la justicia y en la verdad. Sé por todo ello que colaboraréis con entusiasmo en la preparación de la Jornada de Buenos Aires, que estaréis presentes en ese encuentro con el Papa y que sabréis acoger con generosa hospitalidad y amistad compartida a los jóvenes de otros países que quieran participar en esa fiesta de hondo compromiso con Cristo, con la Iglesia, con la nueva civilización de la verdad y del amor.
A todos los jóvenes y las jóvenes del mundo invito a celebrar con particular intensidad y esperanza la Jornada Mundial de la Juventud el próximo Domingo de Ramos de 1987. La preparación y los frutos de la Jornada los encomiendo a María, la joven Virgen de Nazaret, la humilde servidora del Señor, que creyó en el amor del Padre y nos dio a Cristo “nuestra Paz”.
Queridos jóvenes, amigos: sed testigos del amor de Dios, sembradores de esperanza y constructores de paz.
En nombre del Señor Jesús os bendigo con todo mi afecto.  
Vaticano, 30 de noviembre de 1986. Primer Domingo de Adviento 

martes, 5 de mayo de 2015

Homilía: I Jornada Mundial de la Juventud. 1986

1. “¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel! ¡Hosanna en el cielo!” (Antífona de entrada).
Estas palabras se han proclamado precisamente hoy, el día en que la Iglesia celebra, cada año, este recuerdo: el Domingo de Ramos.
Estas palabras fueron pronunciadas con entusiasmo por los hombres que habían ido a Jerusalén para la fiesta de Pascua, como había ido también Jesús para celebrar su Pascua.
Según dice el texto litúrgico, estás palabras fueron proclamadas de modo particular por los jóvenes: “pueri hebraeorum”. La participación de los jóvenes en el acontecimiento del Domingo de Ramos es ya una tradición. De ello da testimonio también la ciudad de Roma y, especialmente, esta plaza de San Pedro. Este testimonio ha sido particularmente significativo en los dos últimos años: el Año del Jubileo, de la Redención y el Año Internacional de la Juventud.
2. Queridos jóvenes amigos: Hoy estáis de nuevo aquí para comenzar en Roma, en la plaza de San Pedro, la tradición de la jornada de la Juventud, a cuya celebración ha sido invitada toda la Iglesia.
Doy cordialmente la bienvenida y saludo a todos los que habéis venido no sólo de Roma y de Italia, sino también de España, de Francia, de Suiza, de Yugoslavia, de Alemania, de Austria y de otros diversos países. Saludo a todos los aquí presentes. Y al mismo tiempo en vosotros saludo a todos los que no están aquí, pero que hoy —o en cualquier otro día del año, según las diversas circunstancias— manifiestan esta unidad que es la Iglesia de Cristo en la comunidad de los jóvenes. Por tanto, deseo saludar ahora a todos los que en todas partes —en cualquier país de los cinco continentes— celebran la Jornada de la juventud. El punto de referencia para esta jornada sigue siendo, como cada año, el Domingo de Ramos.
Os agradezco el hecho de haberos preparado a este domingo, aquí en Roma, con espíritu de recogimiento y oración, meditando el misterio pascual de Cristo, vinculado a la cruz y a la resurrección. Este misterio revela del modo más profundo a Dios: Dios que es Amor: Dios que “tanto amó al mundo, que le dio su unigénito Hijo” (Jn 3, 16). Al mismo tiempo este misterio permite al hombre comprenderse totalmente a sí mismo: hombre, en su dignidad y su vocación, como nos enseña el Concilio Vaticano II.
3. Hoy, por consiguiente, todos nosotros miramos a Cristo —este Cristo— que (según la predicción del Profeta), viene a Jerusalén montado sobre un pollino, según la costumbre del lugar. Los Apóstoles han puesto sus vestidos encima, para que Jesús pudiera estar sentado. Y cuando se encontraba cerca de la bajada del Monte de los Olivos, todo el grupo de los discípulos, exultante, comenzó a alabar a Dios a voces, por los prodigios que había visto (cf. Lc 19, 37).
Efectivamente, en su tierra natal, Jesús había conseguido ya llegar con la Buena Nueva a mucha gente, a muchos hijos a hijas de Israel, a los ancianos y a los jóvenes, a las mujeres y a los niños. Y enseñaba actuando: haciendo el bien. Revelaba a Dios como Padre. Lo manifestaba con las obras y la palabra. Haciendo el bien a todos, de modo particular a los pobres y a los que sufren, preparaba en sus corazones el camino para la aceptación de la Palabra, aun cuando esta Palabra resultase, en un primer momento, incomprensible, como lo fue, por ejemplo, el primer anuncio de la Eucaristía; e incluso cuando esta Palabra era exigente, por ejemplo, sobre la indisolubilidad del matrimonio. Tal era y tal permanece.
Entre las palabras pronunciadas por Jesús de Nazaret se encuentra también una dirigida a un joven, a un joven rico. A este coloquio he hecho referencia en la Carta del pasado año a los jóvenes y a las jóvenes. Es un diálogo conciso, contiene pocas palabras, pero qué denso, qué rico de contenido y qué fundamental es.
4. Así, pues, hoy contemplamos a Jesús de Nazaret, que viene a Jerusalén; su llegada está acompañada con el entusiasmo de los peregrinos. “¡Hosanna al Hijo de David!” (Mt 21, 9).
Sabemos, sin embargo, que el entusiasmo será sofocado dentro de poco. Ya entonces “algunos fariseos de entre la gente le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos” (Lc 19, 39).
Qué expresiva es la respuesta de Jesús: “Os digo que, si éstos callan, gritarán las piedras” (Lc 19, 40).
Contemplamos, por lo tanto, “al que viene en nombre del Señor” (Mt 21, 9) en la perspectiva de la Semana Santa. “Mirad, subimos a Jerusalén y... el Hijo del hombre será entregado a los gentiles, y escarnecido, a insultado, y escupido, y después de haberle azotado le quitarán la vida...” (Lc 18, 31-33).
Así, pues, se acallarán los gritos de la muchedumbre del Domingo de Ramos. El mismo Hijo del hombre se verá obligado al silencio de la muerte. Y la víspera del sábado, lo bajarán de la cruz, lo depositarán en un sepulcro, pondrán una piedra a la entrada del mismo y sellarán la piedra.
Sin embargo, tres días más tarde esta piedra será removida. Y las mujeres que irán a la tumba, la encontrarán vacía. Igualmente los Apóstoles. Así, pues, esa “piedra removida” gritará, cuando todos callen. Gritará. Proclamará el misterio pascual de Jesucristo. Y de ella recogerán este misterio las mujeres y los apóstoles, que lo llevarán con sus labios por las calles de Jerusalén, y más adelante por los caminos del mundo de entonces. Y así, a través de las generaciones, “gritarán las piedras”.
5. ¿Qué es el misterio pascual de Jesucristo? Son los acontecimientos de estos días, particularmente de los últimos días de la Semana Santa. Estos acontecimientos tienen su dimensión humana, como dan testimonio de ello las narraciones de la pasión del Señor en los Evangelios. Mediante estos acontecimientos el misterio pascual se sitúa en la historia del hombre, en la historia de la humanidad.
Sin embargo, tales acontecimientos tienen, a la vez, su dimensión divina, y precisamente en ella se manifiesta el misterio.
Escribe concisamente San Pablo: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Flp 2, 6-7).
Esta dimensión del misterio divino se llama Encarnación. El Hijo de la misma sustancia del Padre se hace hombre y, como tal, se hace siervo de Dios: Siervo de Yavé, como dice el libro de Isaías. Mediante este servicio del Hijo del hombre, la economía divina de la salvación llega a su ápice, a su plenitud.
Continúa hablando San Pablo en la liturgia de hoy: “Actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 7-8).
Esta dimensión del misterio divino se llama Redención. La obediencia del Hijo del hombre, la obediencia hasta la muerte de cruz compensa con creces la desobediencia hacia el Creador y Padre contenida en el pecado del hombre desde el principio.
Así, pues, el misterio pascual es la única realidad divina de la Encarnación y de la Redención, introducida en la historia de la humanidad. Introducida en el corazón y en la conciencia de cada uno de nosotros. Cada uno de nosotros está presente en este misterio mediante la herencia del pecado, que de generación en generación conduce a la muerte. Cada uno de nosotros encuentra en ella la fuerza para la victoria sobre el pecado.
6. El misterio pascual de Jesucristo no se agota en el despojo de Cristo. No lo cierra la gran piedra puesta a la entrada del sepulcro tras la muerte en el Gólgota.
Al tercer día esta piedra será removida por la potencia divina y comenzará a “gritar”: comenzará a hablar acerca de lo que San Pablo expresa con estas palabras de la liturgia de hoy:
«Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble —en el cielo, en la tierra, en el abismo—, y toda lengua proclame: “¡Jesucristo es Señor!”, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 10-11). Redención significa también exaltación.
La exaltación, es decir, la resurrección de Cristo abre una perspectiva absolutamente nueva en la historia del hombre, en la existencia humana, sometida a la muerte a causa de la herencia del pecado. Por encima de la muerte está la perspectiva de la vida. La muerte forma parte de la dimensión del mundo visible; la vida está en Dios.
El Dios de la vida nos habla con la cruz y con la resurrección de su Hijo.
Esta es la última palabra de su Revelación. La última palabra del Evangelio. Justamente esta palabra está contenida en el misterio pascual de Jesucristo.
7. Mediante la cruz y la resurrección, mediante el misterio pascual, Cristo dirige a cada uno de nosotros la llamada: “Sígueme”.
La dirigió al joven del Evangelio en el camino de su peregrinación mesiánica, pero entonces la verdad sobre Él (sobre Cristo) no había sido aún revelada en su plenitud.
Ha de revelarse en su totalidad en estos días. Ha de ser complementada con su pasión, muerte y resurrección. Ha de convertirse en respuesta a los interrogantes más fundamentales del hombre. Ha de convertirse en desafío de la inmortalidad.
Precisamente en estos días, vosotros jóvenes habéis venido junto a los sepulcros de los Apóstoles. Aquí, donde Pedro y Pablo hace casi dos mil años dieron testimonio de Cristo, quien mediante la cruz ha venido a ser “el Señor, para gloria de Dios Padre”.
Hemos decidido celebrar en la Iglesia la Jornada de la Juventud precisamente en este domingo.
8. Realmente no quedaron decepcionados los que durante la entrada de Jesús en Jerusalén gritaban: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”.
Tampoco quedaron decepcionados los jóvenes: “pueri hebraeorum”.
El viernes por la noche todo parecía testimoniar la victoria del pecado y de la muerte. Sin embargo, a los tres días, ha hablado de nuevo la “piedra removida” (“gritarán las piedras”).
Y no quedaron decepcionados. Todas las expectaciones del hombre, cargado con la herencia del pecado, han sido completamente superadas.
Dux vitae mortuus regnat vivus.
No quedaron decepcionados.
Y por esto celebramos en este día la Jornada de la Juventud. En efecto, este día está vinculado a la esperanza que no decepciona (cf. Rm 5, 5). Las generaciones que siempre se renuevan necesitan esta esperanza. La necesitan cada vez más.
No quedaron decepcionados los que gritaron: “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”. Sí. Llega. Entró en la historia del hombre. En Jesucristo Dios entró definitivamente en la historia del hombre. Vosotros jóvenes, debéis encontrarlo los primeros. Debes encontrarlo constantemente.
“La Jornada de la Juventud” significa precisamente esto: salir al encuentro de Dios, que entró en la historia del hombre mediante el misterio pascual de Jesucristo. Entró en ella de manera irreversible.
Y quiere encontraros antes a vosotros, jóvenes. Y a cada uno quiere decir: “Sígueme”.
Sígueme. Yo soy el camino, la verdad y la vida. Amén.