1. “¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de
Israel! ¡Hosanna en el cielo!” (Antífona de entrada).
Estas palabras se han proclamado precisamente hoy, el día
en que la Iglesia celebra, cada año, este recuerdo: el Domingo de Ramos.
Estas palabras fueron pronunciadas con entusiasmo por los
hombres que habían ido a Jerusalén para la fiesta de Pascua, como había ido
también Jesús para celebrar su Pascua.
Según dice el texto litúrgico, estás palabras fueron
proclamadas de modo particular por los jóvenes: “pueri hebraeorum”. La
participación de los jóvenes en el acontecimiento del Domingo de Ramos es ya
una tradición. De ello da testimonio también la ciudad de Roma y,
especialmente, esta plaza de San Pedro. Este testimonio ha sido particularmente
significativo en los dos últimos años: el Año del Jubileo, de la Redención y el
Año Internacional de la Juventud.
2. Queridos jóvenes amigos: Hoy estáis de nuevo aquí para
comenzar en Roma, en la plaza de San Pedro, la tradición de la jornada de la
Juventud, a cuya celebración ha sido invitada toda la Iglesia.
Doy cordialmente la bienvenida y saludo a todos los que
habéis venido no sólo de Roma y de Italia, sino también de España, de Francia,
de Suiza, de Yugoslavia, de Alemania, de Austria y de otros diversos países.
Saludo a todos los aquí presentes. Y al mismo tiempo en vosotros saludo a todos
los que no están aquí, pero que hoy —o en cualquier otro día del año, según las
diversas circunstancias— manifiestan esta unidad que es la Iglesia de Cristo en
la comunidad de los jóvenes. Por tanto, deseo saludar ahora a todos los que en
todas partes —en cualquier país de los cinco continentes— celebran la Jornada
de la juventud. El punto de referencia para esta jornada sigue siendo, como
cada año, el Domingo de Ramos.
Os agradezco el hecho de haberos preparado a este
domingo, aquí en Roma, con espíritu de recogimiento y oración, meditando el
misterio pascual de Cristo, vinculado a la cruz y a la resurrección. Este
misterio revela del modo más profundo a Dios: Dios que es Amor: Dios que “tanto
amó al mundo, que le dio su unigénito Hijo” (Jn 3, 16). Al mismo tiempo este
misterio permite al hombre comprenderse totalmente a sí mismo: hombre, en su
dignidad y su vocación, como nos enseña el Concilio Vaticano II.
3. Hoy, por consiguiente, todos nosotros miramos a Cristo
—este Cristo— que (según la predicción del Profeta), viene a Jerusalén montado
sobre un pollino, según la costumbre del lugar. Los Apóstoles han puesto sus
vestidos encima, para que Jesús pudiera estar sentado. Y cuando se encontraba
cerca de la bajada del Monte de los Olivos, todo el grupo de los discípulos,
exultante, comenzó a alabar a Dios a voces, por los prodigios que había visto
(cf. Lc 19, 37).
Efectivamente, en su tierra natal, Jesús había conseguido
ya llegar con la Buena Nueva a mucha gente, a muchos hijos a hijas de Israel, a
los ancianos y a los jóvenes, a las mujeres y a los niños. Y enseñaba actuando:
haciendo el bien. Revelaba a Dios como Padre. Lo manifestaba con las obras y la
palabra. Haciendo el bien a todos, de modo particular a los pobres y a los que
sufren, preparaba en sus corazones el camino para la aceptación de la Palabra,
aun cuando esta Palabra resultase, en un primer momento, incomprensible, como
lo fue, por ejemplo, el primer anuncio de la Eucaristía; e incluso cuando esta
Palabra era exigente, por ejemplo, sobre la indisolubilidad del matrimonio. Tal
era y tal permanece.
Entre las palabras pronunciadas por Jesús de Nazaret se
encuentra también una dirigida a un joven, a un joven rico. A este coloquio he
hecho referencia en la Carta del pasado año a los jóvenes y a las jóvenes. Es
un diálogo conciso, contiene pocas palabras, pero qué denso, qué rico de
contenido y qué fundamental es.
4. Así, pues, hoy contemplamos a Jesús de Nazaret, que
viene a Jerusalén; su llegada está acompañada con el entusiasmo de los
peregrinos. “¡Hosanna al Hijo de David!” (Mt 21, 9).
Sabemos, sin embargo, que el entusiasmo será sofocado
dentro de poco. Ya entonces “algunos fariseos de entre la gente le dijeron:
Maestro, reprende a tus discípulos” (Lc 19, 39).
Qué expresiva es la respuesta de Jesús: “Os digo que, si
éstos callan, gritarán las piedras” (Lc 19, 40).
Contemplamos, por lo tanto, “al que viene en nombre del
Señor” (Mt 21, 9) en la perspectiva de la Semana Santa. “Mirad, subimos a
Jerusalén y... el Hijo del hombre será entregado a los gentiles, y escarnecido,
a insultado, y escupido, y después de haberle azotado le quitarán la vida...”
(Lc 18, 31-33).
Así, pues, se acallarán los gritos de la muchedumbre del
Domingo de Ramos. El mismo Hijo del hombre se verá obligado al silencio de la
muerte. Y la víspera del sábado, lo bajarán de la cruz, lo depositarán en un
sepulcro, pondrán una piedra a la entrada del mismo y sellarán la piedra.
Sin embargo, tres días más tarde esta piedra será
removida. Y las mujeres que irán a la tumba, la encontrarán vacía. Igualmente
los Apóstoles. Así, pues, esa “piedra removida” gritará, cuando todos callen.
Gritará. Proclamará el misterio pascual de Jesucristo. Y de ella recogerán este
misterio las mujeres y los apóstoles, que lo llevarán con sus labios por las
calles de Jerusalén, y más adelante por los caminos del mundo de entonces. Y
así, a través de las generaciones, “gritarán las piedras”.
5. ¿Qué es el misterio pascual de Jesucristo? Son los
acontecimientos de estos días, particularmente de los últimos días de la Semana
Santa. Estos acontecimientos tienen su dimensión humana, como dan testimonio de
ello las narraciones de la pasión del Señor en los Evangelios. Mediante estos
acontecimientos el misterio pascual se sitúa en la historia del hombre, en la
historia de la humanidad.
Sin embargo, tales acontecimientos tienen, a la vez, su
dimensión divina, y precisamente en ella se manifiesta el misterio.
Escribe concisamente San Pablo: “Cristo, a pesar de su
condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se
despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos”
(Flp 2, 6-7).
Esta dimensión del misterio divino se llama Encarnación.
El Hijo de la misma sustancia del Padre se hace hombre y, como tal, se hace
siervo de Dios: Siervo de Yavé, como dice el libro de Isaías. Mediante este
servicio del Hijo del hombre, la economía divina de la salvación llega a su
ápice, a su plenitud.
Continúa hablando San Pablo en la liturgia de hoy:
“Actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la
muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 7-8).
Esta dimensión del misterio divino se llama Redención. La
obediencia del Hijo del hombre, la obediencia hasta la muerte de cruz compensa
con creces la desobediencia hacia el Creador y Padre contenida en el pecado del
hombre desde el principio.
Así, pues, el misterio pascual es la única realidad
divina de la Encarnación y de la Redención, introducida en la historia de la
humanidad. Introducida en el corazón y en la conciencia de cada uno de
nosotros. Cada uno de nosotros está presente en este misterio mediante la
herencia del pecado, que de generación en generación conduce a la muerte. Cada
uno de nosotros encuentra en ella la fuerza para la victoria sobre el pecado.
6. El misterio pascual de Jesucristo no se agota en el
despojo de Cristo. No lo cierra la gran piedra puesta a la entrada del sepulcro
tras la muerte en el Gólgota.
Al tercer día esta piedra será removida por la potencia
divina y comenzará a “gritar”: comenzará a hablar acerca de lo que San Pablo
expresa con estas palabras de la liturgia de hoy:
«Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el
“Nombre-sobre-todo-nombre”; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se
doble —en el cielo, en la tierra, en el abismo—, y toda lengua proclame:
“¡Jesucristo es Señor!”, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 10-11). Redención
significa también exaltación.
La exaltación, es decir, la resurrección de Cristo abre
una perspectiva absolutamente nueva en la historia del hombre, en la existencia
humana, sometida a la muerte a causa de la herencia del pecado. Por encima de
la muerte está la perspectiva de la vida. La muerte forma parte de la dimensión
del mundo visible; la vida está en Dios.
El Dios de la vida nos habla con la cruz y con la
resurrección de su Hijo.
Esta es la última palabra de su Revelación. La última
palabra del Evangelio. Justamente esta palabra está contenida en el misterio
pascual de Jesucristo.
7. Mediante la cruz y la resurrección, mediante el
misterio pascual, Cristo dirige a cada uno de nosotros la llamada: “Sígueme”.
La dirigió al joven del Evangelio en el camino de su
peregrinación mesiánica, pero entonces la verdad sobre Él (sobre Cristo) no
había sido aún revelada en su plenitud.
Ha de revelarse en su totalidad en estos días. Ha de ser
complementada con su pasión, muerte y resurrección. Ha de convertirse en
respuesta a los interrogantes más fundamentales del hombre. Ha de convertirse
en desafío de la inmortalidad.
Precisamente en estos días, vosotros jóvenes habéis
venido junto a los sepulcros de los Apóstoles. Aquí, donde Pedro y Pablo hace
casi dos mil años dieron testimonio de Cristo, quien mediante la cruz ha venido
a ser “el Señor, para gloria de Dios Padre”.
Hemos decidido celebrar en la Iglesia la Jornada de la
Juventud precisamente en este domingo.
8. Realmente no quedaron decepcionados los que durante la
entrada de Jesús en Jerusalén gritaban: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el
que viene en nombre del Señor!”.
Tampoco quedaron decepcionados los jóvenes: “pueri
hebraeorum”.
El viernes por la noche todo parecía testimoniar la
victoria del pecado y de la muerte. Sin embargo, a los tres días, ha hablado de
nuevo la “piedra removida” (“gritarán las piedras”).
Y no quedaron decepcionados. Todas las expectaciones del
hombre, cargado con la herencia del pecado, han sido completamente superadas.
Dux vitae mortuus — regnat
vivus.
No quedaron decepcionados.
Y por esto celebramos en este día la Jornada de la
Juventud. En efecto, este día está vinculado a la esperanza que no decepciona
(cf. Rm 5, 5). Las generaciones que siempre se renuevan necesitan esta
esperanza. La necesitan cada vez más.
No quedaron decepcionados los que gritaron: “¡Bendito el
que viene en nombre del Señor!”. Sí. Llega. Entró en la historia del hombre. En
Jesucristo Dios entró definitivamente en la historia del hombre. Vosotros
jóvenes, debéis encontrarlo los primeros. Debes encontrarlo constantemente.
“La Jornada de la Juventud” significa precisamente esto:
salir al encuentro de Dios, que entró en la historia del hombre mediante el
misterio pascual de Jesucristo. Entró en ella de manera irreversible.
Y quiere encontraros antes a vosotros, jóvenes. Y a cada
uno quiere decir: “Sígueme”.
Sígueme.
Yo soy el camino, la verdad y la vida. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario