miércoles, 8 de enero de 2020

15. De qué tiene miedo el hombre contemporáneo

S. Juan Pablo II
Conservando pues viva en la memoria la imagen que de modo perspicaz y autorizado ha trazado el Concilio Vaticano II, trataremos una vez más de adaptar este cuadro a los «signos de los tiempos», así como a las exigencias de la situación que cambia continuamente y se desenvuelve en determinadas direcciones.

El hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado del trabajo de sus manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su voluntad. Los frutos de esta múltiple actividad del hombre se traducen muy pronto y de manera a veces imprevisible en objeto de «alienación», es decir, son pura y simplemente arrebatados a quien los ha producido; pero, al menos parcialmente, en la línea indirecta de sus efectos, esos frutos se vuelven contra el mismo hombre; ellos están dirigidos o pueden ser dirigidos contra él. En esto parece consistir el capítulo principal del drama de la existencia humana contemporánea en su dimensión más amplia y universal. El hombre por tanto vive cada vez más en el miedo. Teme que sus productos, naturalmente no todos y no la mayor parte sino algunos y precisamente los que contienen una parte especial de su genialidad y de su iniciativa, puedan ser dirigidos de manera radical contra él mismo; teme que puedan convertirse en medios e instrumentos de una autodestrucción inimaginable, frente a la cual todos los cataclismos y las catástrofes de la historia que conocemos parecen palidecer. Debe nacer pues un interrogante: ¿por qué razón este poder, dado al hombre desde el principio —poder por medio del cual debía él dominar la tierra98— se dirige contra sí mismo, provocando un comprensible estado de inquietud, de miedo consciente o inconsciente, de amenaza que de varios modos se comunica a toda la familia humana contemporánea y se manifiesta bajo diversos aspectos?

Este estado de amenaza para el hombre, por parte de sus productos, tiene varias direcciones y varios grados de intensidad. Parece que somos cada vez más conscientes del hecho de que la explotación de la tierra, del planeta sobre el cual vivimos, exige una planificación racional y honesta. Al mismo tiempo, tal explotación para fines no solamente industriales, sino también militares, el desarrollo de la técnica no controlado ni encuadrado en un plan a radio universal y auténticamente humanístico, llevan muchas veces consigo la amenaza del ambiente natural del hombre, lo enajenan en sus relaciones con la naturaleza y lo apartan de ella. El hombre parece, a veces, no percibir otros significados de su ambiente natural, sino solamente aquellos que sirven a los fines de un uso inmediato y consumo. En cambio era voluntad del Creador que el hombre se pusiera en contacto con la naturaleza como «dueño» y «custodio» inteligente y noble, y no como «explotador» y «destructor» sin ningún reparo.

El progreso de la técnica y el desarrollo de la civilización de nuestro tiempo, que está marcado por el dominio de la técnica, exigen un desarrollo proporcional de la moral y de la ética. Mientras tanto, éste último parece, por desgracia, haberse quedado atrás. Por esto, este progreso, por lo demás tan maravilloso en el que es difícil no descubrir también auténticos signos de la grandeza del hombre que nos han sido revelados en sus gérmenes creativos en las páginas del Libro del Génesis, en la descripción de la creación,99 no puede menos de engendrar múltiples inquietudes. La primera inquietud se refiere a la cuestión esencial y fundamental: ¿este progreso, cuyo autor y fautor es el hombre, hace la vida del hombre sobre la tierra, en todos sus aspectos, «más humana»?; ¿la hace más «digna del hombre»? No puede dudarse de que, bajos muchos aspectos, la haga así. No obstante esta pregunta vuelve a plantearse obstinadamente por lo que se refiere a lo verdaderamente esencial: si el hombre, en cuanto hombre, en el contexto de este progreso, se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás, particularmente a los más necesitados y a los más débiles, más disponible a dar y prestar ayuda a todos.

Esta es la pregunta que deben hacerse los cristianos, precisamente porque Jesucristo les ha sensibilizado así universalmente en torno al problema del hombre. La misma pregunta deben formularse además todos los hombres, especialmente los que pertenecen a los ambientes sociales que se dedican activamente al desarrollo y al progreso en nuestros tiempos. Observando estos procesos y tomando parte en ellos, no podemos dejarnos llevar solamente por la euforia ni por un entusiasmo unilateral por nuestras conquistas, sino que todos debemos plantearnos, con absoluta lealtad, objetividad y sentido de responsabilidad moral, los interrogantes esenciales que afectan a la situación del hombre hoy y en el mañana. Todas las conquistas, hasta ahora logradas y las proyectadas por la técnica para el futuro ¿van de acuerdo con el progreso moral y espiritual del hombre? En este contexto, el hombre en cuanto hombre, ¿se desarrolla y progresa, o por el contrario retrocede y se degrada en su humanidad? ¿Prevalece entre los hombres, «en el mundo del hombre» que es en sí mismo un mundo de bien y de mal moral, el bien sobre el mal? ¿Crecen de veras en los hombres, entre los hombres, el amor social, el respeto de los derechos de los demás —para todo hombre, nación o pueblo—, o por el contrario crecen los egoísmos de varias dimensiones, los nacionalismos exagerados, al puesto del auténtico amor de patria, y también la tendencia a dominar a los otros más allá de los propios derechos y méritos legítimos, y la tendencia a explotar todo el progreso material y técnico-productivo exclusivamente con finalidad de dominar sobre los demás o en favor de tal o cual imperialismo?

He ahí los interrogantes esenciales que la Iglesia no puede menos de plantearse, porque de manera más o menos explícita se los plantean millones y millones de hombres que viven hoy en el mundo. El tema del desarrollo y del progreso está en boca de todos y aparece en las columnas de periódicos y publicaciones, en casi todas las lenguas del mundo contemporáneo. No olvidemos sin embargo que este tema no contiene solamente afirmaciones o certezas, sino también preguntas e inquietudes angustiosas. Estas últimas no son menos importantes que las primeras. Responden a la naturaleza del conocimiento humano y más aún responden a la necesidad fundamental de la solicitud del hombre por el hombre, por la misma humanidad, por el futuro de los hombres sobre la tierra. La Iglesia, que está animada por la fe escatológica, considera esta solicitud por el hombre, por su humanidad, por el futuro de los hombres sobre la tierra y, consiguientemente, también por la orientación de todo el desarrollo y del progreso, como un elemento esencial de su misión, indisolublemente unido con ella. Y encuentra el principio de esta solicitud en Jesucristo mismo, como atestiguan los Evangelios. Y por esta razón desea acrecentarla continuamente en él, «redescubriendo» la situación del hombre en el mundo contemporáneo, según los más importantes signos de nuestro tiempo.

(S. Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, diciembre 1979)

No hay comentarios:

Publicar un comentario